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  Levántate y anda
  Benín.

La primera vez que vi a Fusenna fue a la entrada de la misión. No sabía que asistía diariamente a los cursos de Corte y Confección. Llegaba caminando a cuatro patas, sobre sus manos y rodillas, la cabeza alta y los pies zangoloteando por detrás. Nadie se extrañaba, ya la conocían, pero yo me quedé boquiabierto contemplando su sonrisa triste y la cadencia de su cuerpo de marioneta. Respondí a su saludo sin atreverme a añadir una sola palabra.



 

Desde entonces me encontraba con ella con frecuencia y observé que, al cruzarme con su mirada ésta iba cargada de una interrogación y que se alumbraba con cierto brillo lejano. Mientras tanto me informé sobre su familia y sobre las posibilidades que podía haber de operarse y obtener alguna mejoría. Un cirujano se interesó por su caso y quiso verla. Hablé con los padres y ella me ofreció una sonrisa encantadora. El médico la examinó y finalmente me confesó que no se atrevía a intervenirla porque corría el riesgo de quedarse peor, “por lo menos ahora se puede desplazar”.

Estoy seguro que para ella supuso un desencanto profundo, pero en ningún momento lo pude advertir en sus gestos o palabras. Meses más tarde vino a verme nerviosa y alterada:

- Han venido unos médicos que operan.

- Bien, pero el médico que te vio era bueno y nos dijo que era peligroso. Es un riesgo que no puedes correr.

- Estos sí pueden.

Por no defraudarla le prometí que me enteraría y lo hice. Era un equipo de expertos belgas que habían venido a Parakou por unos días con el fin de intervenir intensivamente a todas las personas que fuese necesario. Fusenna fue operada y lo que en condiciones normales hubiese durado varios meses y posiblemente años, a ella se lo hicieron de una sola vez. Los médicos del país hicieron el resto. La recuperación fue larga y dolorosa. Estuvo hospitalizada durante seis meses. Pero un día volvió a su casa y no tardé en ir a verla; en cuanto me vio, cogió sus aparatos ortopédicos y se los puso con mucho cuidado y con gesto decidido tomó las muletas y se puso de pie, luego avanzó una pierna, se apoyó en ella y adelantó la otra con un gran esfuerzo, se detuvo un instante y reinició el ejercicio dando varios pasos delante de mí. Terminó agotada pero feliz.

Ahora Fusenna se mueve con soltura y va de su casa al taller que ha montado donde cose, vende los trajecitos que ella misma ha confeccionado y productos alimenticios que le permiten llevar una vida independiente. A su cuello lleva una pañoleta de colores vivos, el pelo trenzado con delicadeza y su rostro expresa la alegría de su juventud.

Rafael Marco, sma.